martes, 23 de agosto de 2011

El Tenor Rockero


De cantar a Deep Purple pasó a interpretar a Mozart, Puccini y Verdi. Y si bien ama el rock, se consagró como cantante lírico en los escenarios más importantes del mundo. Además, es uno de los artistas mimados del Colón y hasta Plácido Domingo cayó rendido a sus pies. El argentino Darío Schmunck se confiesa a toda voz.
Y pensar que el primer grupo que integró era de heavy metal. Es caprichoso el destino, ese rompecabezas que, en un abrir y cerrar de ojos, hace que sus piezas encastren a la perfección. Rara avis era el nombre de aquella agrupación de la que él formaba parte. Y esa misma expresión del latín, que antiguamente se aplicaba a las personas singulares o extravagantes, cae como anillo al dedo para graficar las pasiones antagónicas que habitan en el corazón del argentino Darío Schmunck, hoy consagrado en el mundo como tenor lírico.
Claro está que lo suyo es la música clásica, pero también el rock, el frac y la campera de cuero, los carruajes vieneses y las motos choperas. Todo parece mezclarse y él mismo se encarga de confirmar que sí, que, en efecto, todo está mezclado: “En mi interior se movilizan gustos muy diversos, es cierto, pero es porque en ellos encuentro placer. No reniego de lo que siento, sino que le hago un lugar. La lírica me apasiona, me provoca una profunda emoción, pero al rock lo llevo dentro de mi corazón, tengo alma de rockero”, confiesa Darío.
Aclaremos los tantos. El apellido Schmunck ya es una referencia ineludible de la ópera argentina. Hace dos décadas que encabeza las obras más emblemáticas de la lírica universal y tuvo el privilegio de protagonizar funciones en verdaderos coliseos de la música clásica, como la Scala de Milan, el Royal Opera House de Londres y la Fenice de Venecia, entre tantos otros.
Pero este bonaerense de 45 años siente un sabor particular cuando suelta el ancla para cantar en su propio país. Y?es más especial aún si se trata de hacerlo en el mismísimo Teatro Colón, protagonizando la obra Gianni Schicchi, de Puccini, o La flauta mágica, de Mozart.
Darío recuerda que llegó a estar cuatro años sin pisar suelo argentino y sabe que aquel exilio artístico tuvo cierto costo: “Dejé de ver a muchos seres queridos. Hoy trato de equilibrar el tiempo que paso entre Europa y mi país. Por eso, disfruto al máximo cada vez que tengo funciones aquí”.
–¿Qué te motiva de la Argentina?
–¡Actuar en mi patria! Aquí el desafío es doble: estar frente a mi público, mi familia, mis amigos... Es como que no puedo ni quiero fallar.
–¿Coincidís, de alguna manera, en que el público argentino es especial?
–Para mí es el mejor. Hay cierta calidez que no la encontrás en ningún otro lugar del mundo. Por ejemplo, en el Colón, cuya acústica es, sin dudas, de las mejores a nivel internacional, se va generando un clima entre la gente y la obra que es muy difícil de explicar. Se crea una conexión apasionante.
–Cuando te presentaste en marzo, te llevaste la mayor ovación en medio de un elenco internacional. A la vez, la crítica fue contundente a tu favor. ¿Creés que aquí te miman más?
–No, sinceramente, no lo creo. El público argentino es crítico y valora mucho las obras que están bien hechas. No es cruel, pero no te regala nada; si le gusta tu labor, te lo hace sentir. Acá se prioriza la expresión por sobre la perfección.
–¿El público es diferente en el mundo?
–Sí, por supuesto. Por ejemplo, los anglosajones se mantienen en silencio durante toda la función, pero al terminar premian a los protagonistas con un aplauso interminable. El japonés es muy respetuoso. El español tiene carácter fuerte.
–¿Y el italiano?
–Es bravísimo, muy exigente. Es como en el Coliseo: el público, con su pulgar, determina tu éxito o tu fracaso. Por ejemplo, la Scala de Milán tiene un público propio, que ya se sabe cómo es. Si sos visitante, tenés que demostrarle, con mucha determinación, que podés ganarte su respeto.
–¿Cómo responden los tenores argentinos ante esa situación?
–Te sobran los dedos de las manos para contar a los que llegan a ese nivel. Pero, en general, son bien vistos, en especial por su actitud; por cómo enfrentan los contextos y las presiones; por cómo se paran en el escenario.
–Entre el público de la lírica y el del rock, ¿con cuál te quedás?
–Es difícil decirlo, ya que buscan cosas distintas. En el rock, la gente festeja el momento que está viviendo, más allá de los detalles. En la lírica, se valora y se enfatiza la técnica y cuestiones más sutiles. Sin embargo, en ambos casos, el combustible es la emoción. Si vos ponés emoción, siempre vas a ser recompensado por el público.
–Tu mezcla de rockero y cantante lírico genera sorpresa. ¿Ya desde la infancia te interesaban ambas cosas?
–No. En mi casa, cuando era chico, la música era solo una compañía. Se escuchaba bastante chamamé, ya que mis padres eran entrerrianos, pero a mí y a mi hermano nos gustaba el rock pesado. Más adelante, algunos de nuestros compañeros del colegio habían formado una banda de rock y nosotros éramos “plomos” del grupo; o sea, éramos los que acomodaban los instrumentos y ordenaban los cables.
–Y terminaste de vocalista...
–De casualidad. Un día, durante un ensayo, me puse a tararear una letra, mis amigos me escucharon y les gusté.
–¿Y cuándo surgió la música clásica?
–A los 23 años. Mi maestro de música me sugirió que fuera a probarme a La Plata porque estaban buscando un tenor. Yo no tenía ni idea de lo que era eso, jamás había escuchado música clásica… siempre rock. Pero él me alentó, me dijo que me veía “pasta”, y me animé. En una semana, me preparé de la manera que pude y me aceptaron. Así que de un día para otro, pasé de escuchar y cantar Deep Purple y Black Sabbath a interpretar el Requiem de Verdi (risas).
–¿Fue duro el cambio?
–Sí, me costó alejarme del rock pero, a la vez, sentía un apego, un impulso para seguir adelante. Fui entendiendo que en la música clásica encontraba la misma esencia.
–¿Contaste con el apoyo de tus padres?
–Al principio, estaban preocupados. Querían que su hijo consiguiese un trabajo, un sustento. Era lógico; cantar en un coro no parece ser algo con mucho futuro. Pero yo les decía que mi maestro confiaba en mis condiciones y que yo quería saber, además, hasta dónde podía llegar. Poco después vino mi primer trabajo como solista y todo empezó a fluir.
–¿Despuntás tu gusto por el rock?
–Sí, en los últimos tiempos grabé dos temas: una versión metal de “Libertango” y un cover de Ronnie James Dio.
–¿Cómo armonizás esos dos mundos?
–El punto de encuentro es uno mismo. Siento un gran placer cuando tengo que interpretar un tema lírico y también cuando es uno de rock. En ambos casos, me entrego con pasión y alegría. Lo importante es expresar los sentimientos que uno tiene adentro. Cantar es querer y necesitar decir algo, y si uno encuentra dos caminos para hacerlo, es grandioso.
–Una duda más bien técnica: ¿cantar rock no te desgasta la voz para la lírica?
–Claro que no. Hay cantantes históricos, como Ronnie James Dio, que mantuvieron la fuerza y la línea de su voz durante toda su carrera. Además, en la lírica, la voz se esfuerza mucho también: cantamos sin micrófonos, en teatros enormes, sabiendo que nuestra voz debe llegar hasta la última butaca. En cambio, en el rock, se utilizan amplificadores. De todas maneras, tengo muy en claro que soy un cantante de ópera, me dedico profesionalmente a esto desde hace más de dos décadas, es mi medio de vida y lo disfruto plenamente. Me inicié como cantante de rock y siempre lo llevaré en el alma, pero soy un cantante lírico.
–Imagino que te sentirás realizado artísticamente. ¿Cuáles pasaron a ser tus metas?
–Nunca me puse metas; eso me quitó presiones y fue un escudo ante cualquier frustración que pudiese surgir. Pero admito que una vez que llegué a la Scala de Milan o al Covent Garden de Londres, tuve la sensación de “sueño cumplido”, ya que son dos escenarios emblemáticos. Por sus pasillos transitaron glorias de todas las épocas. Luego de eso, uno se pregunta: “Y ahora, ¿qué?”.
–Y ahora, ¿qué?
–¡A seguir cantando!

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